Google se llenó al principio de graduados de Harvard, Stanford y MIT, pero en la medida en que fueron creciendo se dieron cuenta del “error” de atraer talento solo de universidades reputadas.

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Elon Musk, el billonario fundador de Tesla sorprendió esta semana a una periodista que le preguntaba sobre las universidades de las cuales Tesla reclutaba. Musk le respondió que en Tesla la universidad no es importante, tener grado universitario no es importante, es más, tener grado de bachiller no es fundamental. ”Nosotros miramos evidencias de desempeño y habilidades sobresalientes. El grado y las notas no siempre coinciden” le dijo.
La discusión es vieja. Ya Laszlo Bock, quien fuera el vicepresidente de Operaciones con personas de Google había planteado esta discusión en su libro “Work Rules” en las que admitía cómo Google se llenó al principio de graduados de Harvard, Stanford y MIT, pero en la medida en que fueron creciendo se dieron cuenta del “error” de atraer talento solo de universidades reputadas.

El gigante de internet se alejó de su enfoque inicial de contratación, lo migró a política y llegó a tener el 14% de algunos equipos con personas que nunca habían ido a la universidad. Google no modificó su proceso de contratación en función de una especie de ética anti sistema, lo hicieron sobre la base del análisis de sus propios empleados. Descubrieron que no había relación entre el desempeño laboral y el GPA o la afiliación universitaria después de los primeros años en el trabajo. Llegaron a afirmar incluso que las calificaciones son "inútiles como un criterio para la contratación".
El negocio de la educación se ha apalancado, desafortunadamente, en dos realidades complementarias que se han convertido en el pilar de un círculo vicioso: los jóvenes están apelando a las maestrías como fórmula para descubrir una tardía inclinación vocacional que no lograron descubrir en pregrado de una parte, y se están convirtiendo, de otra parte, en estudiantes de profesión eludiendo en muchos casos la compleja y difícil realidad laboral a veces  estéril, a veces ingrata.

Y es que en la medida en que más sabemos pareciera que más confundidos estamos. El conocimiento, alimento permanente de las inquietudes del alma, se confunde por momentos con la información caótica, que por superficial e irrelevante termina generalmente desorientando, al tiempo que incita a tomar decisiones inmaduras y costosas desde el punto de vista profesional.

El mundo avanza a pasos agigantados hacia la famosa “gig economy” (economía de los pequeños encargos), realidad empresarial que nos forzará a contar con las destrezas técnicas y las competencias que nos permitan encajar no solo en diferentes equipos, sino sobre todo en diferentes tipos de proyectos e industrias.

Nuestro conocimiento y capacidad de resolver problemas será valorado ya no por la destreza en una sola función que habilita una carrera interna dentro de la misma organización, sino al contrario en nuestra capacidad para movernos con soltura en diferentes quehaceres, geografías y proyectos. Nuestra relevancia y valor en el mercado estará unida a nuestra versatilidad, adaptabilidad y enfoque al logro.
Nuestra empleabilidad vendrá pues de haber desarrollado una enorme capacidad para aprender a aprender en un entorno en donde las verdades absolutas duran minutos, el conocimiento cambia a la velocidad de la luz, los dogmas y modelos empresariales se rompen en cascada y es nuestra capacidad para innovar y mantenernos a la vanguardia lo que nos abre un compás de supervivencia.

Dentro de este modelo son las habilidades y no la certificación del conocimiento los que nos saca a flote. Esas habilidades que hoy cada vez mira con más celo un empleador que está poniendo en duda la relevancia del título profesional como certificado de solvencia profesional y predictor de éxito. En la medida en que los referentes empresariales de hoy (Jobs, Zuckerberg, Dell, Gates) son a su vez los grandes iconoclastas de títulos académicos,- que dejaron la universidad por “estar perdiendo el tiempo”- el mundo se empieza a preguntar lógicamente si la academia está atendiendo los retos del futuro o más bien manteniendo el statu quo de todo un aparato educativo que poco o nada se ha reformado.

El problema no es la educación superior, allí simplemente se concentra. Finlandia está dando cátedra de cómo revolucionar todo el aparato educativo desde la educación temprana haciendo una disrupción completa de la metodología de enseñanza. En Finlandia enseñan a aprender con resultados fantásticos que ponen al educador en la cabeza de una pirámide del conocimiento en donde el individuo está en el centro.
Estamos a las puertas de una revolución educativa de gran escala que democratizará el conocimiento, desmitificará los títulos académicos (posiblemente queden abolidos), y pondrá a los educadores a preocuparse más por construir habilidades, competencias y destrezas y menos por “calificar” entregables de manera cuantitativa que la mayor parte de las veces desatienden el proceso y desmotivan al individuo volviéndolo de nuevo un número más.

Leonardo Martínez Pineda


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